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Historia y Cultura, Humor y Sexo

CÁNDIDO O EL OPTIMISMO – EPÍTOME

(sinopsis de Marco Pagano, a partir del cuento de Voltaire)

PERSONAJES

Barón de ‘Thunder-ten-tronckh’: con su castillo, uno de los señores más poderosos de Westfalia.
Cándido: los criados antiguos de la casa sospechaban que fuese hijo de la hermana del señor barón y de un honrado caballero de aquellos lares.
Señora Baronesa: pesaba cerca de 350 libras (unos 140 Kg.) y gozaba de gran estima.
Cunegunda: hija de barón y baronesa, de 17 años, colorada, fresca, gordilla, apetitosa.
Pangloss: ayo, oráculo de la familia, instructor de Cándido.
Jacomé: bondadoso anabaptista que socorre tanto a Cándido como a Pangloss.
D. Isacar: judío banquero que compró a Cunegunda y a la cual cortejaba.
La Vieja prudentísima: hija del Papa Clemente XI; sufridísima en avatares; ama de gobierno del judío D. Isacar.
Cacambó: servidor de Cándido nacido en Tucumán y criado en Cádiz.
Martín: literato maniqueo que acompaña a Cándido en el camarote de una embarcación, cuando desde el Surinam se dirige a Burdeos.

SINOPSIS

Pangloss, el ayo y oráculo de la corte y castillo del barón de ‘Thunder-ten-tronckh’, tenía dicho al jovenzuelo Cándido, hijo bastardo de la baronesa al cual instruía, que el mundo no es sino el mejor de los mundos posibles ―no sólo bueno―, y que la provincia y el castillo del barón de ‘Thunder-ten-tronckh’ no sólo eran buenos, sino la mejor provincia, el mejor castillo y el mejor barón posibles.

Pues bien, d’ese ‘paraíso terrenal’ hubo de marchar Cándido, a empellones, cuando el señor barón hallolo con ajetreadas manos dándose un festín con su hija Cunegunda, de 17 años, fresca, rosada, tierna como un lechón, apetitosa.

Encontrándose Cándido a la merced de las inclemencias, encontráronle dos hombres, vestidos de azul, que lo reclutaron a fin y objeto de servir en el ejército, a las órdenes del rey búlgaro, del cual Cándido gustó de brindar como el nuevo mejor rey de los posibles.

Pero entre el fragor de la heroica batalla contra los ávaros, Cándido escondiose y huyó entre mortandad sin cuento ni par ―como haría cualquier filósofo, según dicen algunos[1]―, a fin de barruntar sobre efectos y causas. Al fin y a la postre, mendigando marchó a Holanda, donde no halló soporte ―ni en un católico que a su rebaño predicaba al respecto de la donación piadosa― hasta ir a dar con un anabaptista llamado Jacomé, el cual logró recuperar a Cándido, y a tenor de lo cual creía aún éste que el suyo era el mejor de los mundos posibles, y no sólo bueno.

Encontrose Cándido entonces con Pangloss, que hecho un trapo y comido por la sífilis contole cuan muertos estaban el barón, su amada Cunegunda, la baronesa, la corte y todo bicho y toda res, y cuan poco quedaba del propio castillo, todo ello perpetrado por obra y gracia de los búlgaros a los que otrora sirvió el muy cándido Cándido.

Sea como fuere, tanto da, el hecho es que el virtuoso anabaptista Jacomé sana también a Pangloss, como hiciera con Cándido, y se lleva a ambos hacia Lisboa, confiado en sus mientes de llevar consigo a dos sesudos filósofos. Sin embargo, una atroz tormenta parte el combo bajel y tan solo Cándido, Pangloss y un marinero mendaz salvan su cuerpo hasta la orilla.

Tan solo poner pies en tierra lusa se desata un terremoto que deja la ciudad en ruinas, y Cándido y Pangloss, ayudando a quienes buenamente pudieron, ganáronse el trato y la comida. Todo ello, por cierto, antes de que un auto de fe concluyese como solución al desastre quemar algún que otro infiel al evangelio, hecho por el cual a un vizcaíno y a dos judíos los quemaron muy lentamente, y a Pangloss lo ahorcaron entre una excelente música de bajos y fagotes. A pesar de la grande piedad demostrada por los inquisidores, aquella tarde volvió a temblar la tierra con espantoso estruendo.

Mientras tanto, Cándido yacía descompuesto en el suelo: torturado, bañado en sangre de su propia carne macilenta. Una vieja caritativa, empero, lo recoge y en su casa alivia su agonía, tras lo cual inesperadamente conduce a Cunegunda en presencia de Cándido. Había sucedido todo lo referido por Pangloss, salvo su muerte: ella había sobrevivido a repetidas desfloraciones y a un bayonetazo en el vientre. El hecho es que Cunegunda quedose al fin con un capitán búlgaro, quien después de haberla disfrutado asaz vendiola a un banquero judío llamado D. Isacar. Sin embargo, el profesor semita hubo de compartir sus galanteos con el inquisidor de la ciudad so amenazas varias, y así se repartían uno y otro Cunegunda, deseándola uno y otro, pero ambos sin poderla gozar habida cuenta la doncella no cedía a sus propósitos de buen varón.

Pero de pronto llega el judío D. Isacar para llevarse a Cunegunda, cuando al verla con otro macho saca un puñal y arremete contra Cándido: éste, aunque de natural pacífico, viendo la muerte tan cerca saca a su vez una daga, que hendiéndola entre el pecho del judío le da fin y santas pascuas. Como de seguido entra el inquisidor, el cual sufre la misma suerte que aquél por la gracia de otro arrebato de Cándido. Tras el desaguisado, la prudentísima vieja aconseja huir hacia Cádiz, y así es como ella, Cándido y Cunegunda, a caballo, dispusieron y arrearon la marcha y marcharon de Lisboa.

Una vez llegados a Cádiz los militares de aquellos lares reclutaron a Cándido, ascendiéndolo a capitán en un plis, para participar en una expedición bajo órdenes de escarmentar a los jesuitas del Paraguay, por lo que Cunegunda, la vieja, dos servidores y dos caballos andaluces del señor inquisidor difunto, con el propio Cándido, se embarcan hacia el nuevo mundo, del cual dice Cándido que ciertamente debe de ser el mejor mundo posible. Por ende, durante la dilatada travesía cuenta la vieja sus avatares sufridísimos e insolitísimos, desde que siendo hija del Papa Clemente XI de Roma fue capturada por piratas, hasta siendo vieja acabar como ama de gobierno del judío D. Isacar.

Al llegar a Buenos Aires se presentan ante el gobernador don Fernando de Leiva Figueroa Palomeque Álvarez Silva Benavides y Sotomayor, que enamorado de la carilinda Cunegunda manda a Cándido a por un encargo, después de lo cual pide la mano de la doncella. De repente llegan a Buenos Aires un alcalde del crimen y varios alguaciles, pues siguiendo los pasos de Cándido tenían determinado ajusticiar el asesinato del señor inquisidor general de Lisboa.

De inmediato la vieja aconseja a Cunegunda que no tema por nada y que se case con el gobernador; sale disparada a encontrar a Cándido, al cual le aconseja huir refiriéndole lo acontecido. Éste toma para sí a un sirviente llamado Cacambó, quien propone marchar como soldados al Paraguay, tal cual era el primer propósito que allí les movió.

Así pues, Cándido y Cacambó fueron recibidos por el padre coronel jesuíta, que resultó ser el hermano de Cunegunda huido de los búlgaros por fortuna. A la sazón, Cándido le refirió que su hermana estaba viva y gozaba de buena salud en Buenos Aires, y que deseaba casarse con ella. Dicho esto, el jesuita ilustrísimo barón de ‘Thunder-ten-tronckh’ sintiose ultrajado y agredió a Cándido, el cual respondió atravesándole su espada y dándole muerte. Y vuelta a huir Cacambó y Cándido, que iba ataviado con las ropas del jesuita; y haciéndose pasar por él, montados ambos en los ronceles, lograron emprender la huida.

Huyendo, pues, dan por casualidad con El Dorado, donde sus habitantes viven de lo más felices, sobrados de lujo y carentes de necesidad. Habiendo visitado al rey y habiendo disfrutado de la estancia como en ningún otro lugar se pudiera disfrutar, Cándido persuade a su siervo Cacambó de abandonar El Dorado y volver a Europa con las ingentes riquezas que por presente les ofreció el rey. Así lo hacen y viajan hacia el Surinam, colonia de holandeses, con la intención en el pecho de Cándido de llevarse consigo a Cunegunda.

En Surinam a Cándido se le ocurre enviar a Cacambó a recoger a Cunegunda ―pagando lo que fuere menester al gobernador―, mientras él viajaba a Venecia, libre ya de inquisidores y alguaciles, donde esperaría su llegada y la de Cunegunda y la de la vieja.

Cacambó se dirige a Buenos Aires a cumplir lo encomendado por su amo, y éste, desgraciado, se ve desposeído de la inconmensurable fortuna que en dos carneros portaba, habida cuenta se los lleva consigo, robándolos con taimada felonía, el señor Vanderdunder, que vio en cándido demasiada candidez para tamañísima riqueza.

Así pues, Cándido decidió embarcarse en un navío francés que a Burdeos zarpaba, para lo cual alquiló un camarote y se hizo acompañar de aquel que de entre una multitud le demostró ser el más desgraciado y tratable a un tiempo. Ese tal se llamaba Martín y era un literato: al igual que Cándido, su vida era una espesa trama de calamidades.

Habiendo llegado a Burdeos y dirigiéndose ambos a Venecia, Cándido decidió parar en París, donde visitó por gusto a la marquesa de Paroliñac, y con la cual manchó la fidelidad debida a Cunegunda. Así fue como de improviso tanto Cándido como Martín fueron arrestados y llevados a un calabozo, fatalidad que solventó Cándido regalando un par de diamantes al secretario. Este secretario comprometió a Cándido para visitar a su hermano de Normandía, a fin de hacerle semejante presente de piedras preciosas. Una vez cumplido el encargo, el hermano del secretario mandolos en navío hacia Inglaterra; que por viajar no quede. Ahora bien, al contemplar la locura que por allí se estilaba, Cándido, sin bajar del barco, ordenó al timonel virar rumbo a Venecia sin mayor dilación.

A Venecia pues llegó Cándido y con ardor buscaba a su servidor Cacambó, a fin de culminar por fin la empresa acordada en Surinam. Pero como no encontraba ni a Cacambó ni a su amada Cunegunda, Cándido junto con Martín decidieron encontrar en Venecia alguien dichoso, pues hasta la fecha en sus vidas sólo habían cognoscido desgraciados, y el Dorado en el que Cándido estuvo por un tiempo era ya del todo inaccesible.

Así fue como ambos fueron a visitar al senador Pococurante, que poseía fama de no haber padecido infortunio alguno en su vida. Sin embargo, ese altivo señor encontraba defectos en todas las creaciones humanas, desde Homero hasta su propio jardín, pasando por las teologías, las óperas y las novelas; de modo que pareciendo sentir placer en el desprecio, tanto desprecio a la postre parescía hacerle infeliz.

Por ende, aconteció que Cándido fue encontrado por Cacambó, que resultaba servir a un rey turco que se dirigía a Constantinopla, donde estaba por cierto Cunegunda. Por tanto, Cándido con Martín se dispuso a viajar a Constantinopla, pues su felicidad toda consistía en ver a su enaltecida dama Cunegunda. Tal fue la circunstancia que en el barco se hallaban remando, hechos esclavos, el barón hermano de Cunegunda y el filósofo Pangloss, a los que Cándido salvó comprando su libertad tras haberlos reconocido, y tras lo cual se abrazaron y se alegraron en gran medida. En fin, llegaron juntos al puerto, y habiendo comprado un bote se encaminaron a la ciudad, con objeto de rescatar cuanto antes del estado servil a la ilustrísima Cunegunda, la cual, según hubo referido Cacambó, servía de fregona a un turco. Cabe advertir que, también según Cacambó, a causa de tantos trabajos y achaques la doncella transfiguró su lindez quedando fea como un asno.

Sea como fuere, Cándido pagó por Cunegunda y la vieja, y tras comprar una casa rústica con huerta, allí se afincaron todos, salvo el barón jesuita, que tras porfiar una vez más en que su hermana sólo podía casarse con noble de alto abolengo, fue enviado de nuevo a las galeras. Fue así como quedaron habitando en un mismo lar, y como descubrieron al fin que la felicidad estriba en cultivar la huerta y ser modesto en los propósitos.

Ahí queda eso, leyentes que tantísima paciencia atesoráis. Juzgue cada cual a quién va dirigido el título ‘Cándido’, si al protagonista del cuento o a vuesa merced lector que tanto aguarda.


[1] De hecho lo dice el propio Voltaire, víctima de uno de tantos brotes reduccionistas que abotagaban su minúscula mente. Meliso de Samos, Sófocles, Sócrates, Jenofonte y otros conocidos filósofos fueron, además, valientes guerreros.

FUENTE: 
Epítomes, Marco Pagano (Editorial Caduceo 2009).

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