La creación no ha terminado...

Astronomía y Paranormalia, Historia y Cultura, Salud y Ecología

LA CAUSA DEL BAILE DE SAN VITO

Un día de julio de 1518, en una calle de Estrasburgo, una mujer llamada Frau Troffea comenzó a bailar de manera fervorosa. Pero no era una danza normal, pues según cuentan los cronistas, Troffea bailaría durante más de cuatro días, apenas parando para comer. Para entonces, ya no lo hacía sola, sino que eran 34 personas más las que la acompañaban, y el número no paraba de aumentar. Pasado un mes, ya eran más de 400, entre hombres, mujeres y niños.

Todos los indicios parecían indicar que el ‘baile de San Vito’ había llegado a la ciudad. Una enfermedad temida, que hacía que los que la sufrían bailaran y se retorcieran de forma compulsiva en medio de alucinaciones y visiones, gritando de forma furiosa y, en muchas ocasiones, echando espuma por la boca, proporcionando a los afectados una apariencia de locura o, peor aún, de posesión diabólica.

A medida que la plaga empeoraba, las autoridades buscaron el consejo de los médicos de la ciudad. Sorprendentemente, entre todos creyeron que lo más adecuado para estos enfermos del baile era que siguieran bailando, según el parecer generalizado, los enfermos sólo se curarían si no paraban de bailar durante las 24 horas del día. Para ello, habilitaron varios salones y construyeron un escenario de madera. Todo para que pudieran bailar a su aire. Y por si esto fuera poco, las autoridades contrataron a músicos para que tocaran y a bailarines profesionales para que los acompañaran.

Para finales de verano, la plaga de danzantes ya se había extendido hasta varias docenas de ciudades y pueblos de Alsacia, y los bailarines comenzaban a morir aquejados de infartos, derrames cerebrales o, simplemente, de agotamiento. Muchos de los que resistieron acabaron siendo llevados a pie o en carro hasta alguna capilla cercana dedicada a San Vito. Santo al que muchos rezaban como último recurso y que se convirtió en el patrón de los danzantes. Finalmente, a principios de septiembre, la epidemia comenzó a remitir.

Por extraña que parezca, esta plaga de baile no es la primera de la que se tiene constancia. En 1374, en una docena de ciudades de la cuenca del Rin, coincidiendo con la intensificación de la represión cristiana contra los gentiles1, y los estragos económicos que ello suposo (ejecuciones en masa, reclusión, terror, familias enteras huyendo de sus casas…), cientos de personas fueron poseídas por una compulsión irrefrenable que también las obligaba a bailar. Se retorcían, giraban y contorsionaban durante horas, incluso días, chillando en medio de visiones y alucinaciones. En cuestión de semanas, la epidemia se extendió a grandes áreas del noreste de Francia y Holanda. Tuvieron que pasar meses hasta que la epidemia remitió.

Durante el siglo XV, fueron unos cuantos los estallidos de este tipo de plagas de los que se tiene constancia; el más importante, en 1491, en un convento de monjas de los Países Bajos. Varias monjas fueron “poseídas por el espíritu de familiares malvados” que hacían que corrieran como perros, saltaran de los árboles imitando a los pájaros o maullaran como si fueran gatos. Aunque estas ‘posesiones’ no se limitaron a los conventos, curiosamente fueron las monjas las más afectadas. Durante los dos siglos siguientes, episodios similares se repitieron en otros conventos de París o Roma, donde la represión judeocristiana contra los gentiles se tornaba cada vez más encarnizada.

Las monjas, aunque estaban protegidas de muchas de las calamidades de la época, a cambio vivían recluídas en una represión constante y brutal; cabe recordar que muchas no estaban allí por decisión propia, sino por decisión de sus padres, y como en cualquier secta, una vez dentro, les era muy difícil salir. Sin embago, las que mostraban una desesperación mayor no tenían porque ser las que no parecían tener ningún tipo de vocación, sino, precisamente, a las que les sobraba, atormentadas y obsesionadas por el temor de no entregarse lo suficiente: tal era la presión psíquica que debían soportar, gente aún no acostumbrada a esta secta mesiánica, como lamentablemente sí lo estamos ahora después de siglos de persecución y sometimiento.

El cristianismo es una secta judía maniática, cuyos valores son contrarios a la cultura tradicional de los pueblos libres de Europa.

Y es que aquí radica la causa de este baile incontrolable: la histeria colectiva producida por siglos de represión religiosa y moral. No podemos hablar de estos siglos en Alemania sin referir la macabra caza de brujas y herejes que se desató, unida a las ya existentes leyes de persecución y exterminio contra todo lo no-cristiano. Cualquier comportamiento fuera del mojigato canon moral cristiano se consideraba herejía, perversión e incluso posesión diabólica, y era fuertemente castigado. Cualquier cosa podía ser causa de la persecución y ejecución salvaje. Desde ser pelirroja hasta mirar las estrellas o recolectar plantas del campo era visto como obra del diablo, no digamos ya cuestionar la ‘verdad revelada’ de la secta maniática palestina llamada ‘cristianismo’. ¿Qué esperaban sucediera en una población antes libre de estos fanatismos? La acumulación del terror sostenido en el tiempo tuvo que estallar de alguna forma, y los individuos desataron una especie de shock postraumático: el baile maníaco de quienes más padecían la represión, es decir, el pueblo llano y gentil.

Y es que unas décadas antes, en 1486 y tomando un descanso de la quema de libros, dos monjes dominicos, Henrich Kramer y James Sprenger, escriben su tratado sobre brujas Malleus Maleficarum (‘El martillo de las Brujas’), ‘el libro más sediento de sangre jamás escrito’2. Este disparate jurídico sin igual permanece en el banquillo de todos los magistrados y jueces de Europa, durante tres siglos, y conduce a cientos de miles de asesinatos judiciales3. Muchas de estas ejecuciones se desencadenaban por rencillas entre vecinos, que aprovechaban esta persecución al no-cristiano (pagano) para saldar cuentas, mediante una simple denuncia al clero contra el individuo que deseaba eliminar, puesto que no se requerían muchas pruebas cuando uno gozaba del favor de las autoridades del pueblo: éstas, a su vez, estaban muy solícitas a extender un terrorismo religioso que de hecho les beneficiaba, acaparando las posesiones del ejecutado.

Según el Malleus Maleficarum, mantener con obstinación la opinión contraria a la existencia de las brujas sería una herejía: si alguien dudaba de la gravedad de la situación era un hereje y también debía ser ejecutado. De hecho, Estrasburgo era una de las sedes episcopales que aplicaba el exterminio de los gentiles con una mayor ferocidad, junto con París y por supuesto Roma.

El cristianismo, desde su origen libresco, ha servido de herramienta de terror para que autoridades, eclesiásticas y políticas, pudieran someter a su antojo a los mejores individuos de cada pueblo: sus peores enemigos.

Se ha especulado sobre la posibilidad que los bailarines formaran, en realidad, parte de algún tipo de culto herético. Aunque los testimonios de su época coincidían en describir a los danzantes como enfermos, no como herejes. Ni siquiera la Iglesia de la época, siempre dispuesta a combatir las herejías con contundencia, los veía como tales. Tampoco existe ninguna evidencia, según cuestiona de que los danzantes lo hicieran por voluntad propia.

En la actualidad se ha llegado a un cierto consenso entre psicología, historia y antropología, y la mayoría de los que han estudiado la cuestión defiende que las verdaderas causas de las plagas de baile, así como las oleadas de posesiones en los conventos de Europa, eran más psicológicas y culturales que fisiológicas. Según esta versión, como defiende el profesor John Waller de la Universidad de Michigan en su libro “A Time to Dance, a Time to Die”, las epidemias habrían sido el resultado de un trastorno psicogénico masivo, un tipo de histeria colectiva que acostumbra a aparecer después de largos periodos de angustia y tensión.

Uno de los motivos más importantes que les permite argumentar así es la falta de auto-control que mostraban los afectados. Según Waller, este comportamiento podría ser debido a que los danzantes habían caído en un estado de trance disociativo y presentaban un estado de consciencia alterado. De no ser así, es difícil de entender que alguien pudiera bailar durante días, hasta tener los pies magullados y sangrando, y no parar. Durante la epidemia de 1374, los testimonios coinciden en señalar que los bailarines no parecían totalmente conscientes, sino que mostraban una actitud frenética y salvaje, poseídos por sus visiones.

Waller reconoce que es factible que el cornezuelo pudiera haber inducido las alucinaciones y convulsiones, pero cree bastante difícil que fuera este hongo el causante de las interminables maratones de baile, puesto que uno de los síntomas del ergotismo es la reducción de la cantidad de sangre que llega hasta las extremidades, lo cual, aparte de producir fuertes dolores, dificulta moverse y, por supuesto, bailar.

Waller acierta al achacar la irrupción de la epidemia de baile al contexto cultural y social de la época general y, en particular, a la situación extrema por la que pasaba Estrasburgo. Se trataba de una sociedad demasiado susceptible a la influencia de santos y demonios, lo que la convertía en terreno abonado para la aparición de supersticiones, miedos y falsas creencias. Se creía, por ejemplo, que si alguien provocaba la ira de San Vito, el santo enviaría una epidemia del baile compulsivo que lleva su nombre. Según Waller, muchos ciudadanos de Estrasburgo, antes del estallido, estaban convencidos, de alguna manera, que la ira del santo se había desatado sobre la ciudad, y sólo hacía falta una pequeña chispa que encendiera el fuego.

De esta manera, los más vulnerables comenzaron a temer la posibilidad de ser presa de esa maldición, y eso los convirtió en más propensos a caer en un estado de trance involuntario. Un estado que en grupos sometidos a una situación de angustia y temor, como era el caso, puede resultar extremadamente contagioso. Además, en este caso, la decisión de las autoridades de reunir a todos los afectados y hacerlos bailar en las partes más bulliciosas de la ciudad, no hizo sino que facilitar este contagio, ayudando a que la epidemia se extendiera sin control; todo lo contrario de lo que recomiendan los expertos en la actualidad. De hecho, es probable que las autoridades, que no padecían el genocidio con tanta crueldad, confiadas de su impunidad ante las terroríficas leyes que promulgaban contra los gentiles, incluso disfrutaran sádicamente de semejante espectáculo, igual que fruían de placer durante las torturas y ejecuciones en pequeñas cámaras de interrogatorios.

Las autoridades eclesiásticas, libres para torturar y ejecutar a su antojo, disfrutaban sádicamente de las torturas que realizaban en público y en privado. Las propiedades de los ejecutados, además, pasaban a formar parte del ya por entonces inmenso patrimonio de la cristiandad.

En definitiva, según Waller, todo fue una consecuencia de la desesperación, la devoción y, sobre todo, de la sugestión. Así, la plaga comenzó a perder fuerza al mismo tiempo que las creencias sobrenaturales que la habían producido comenzaron a perderla. Durante la década siguiente, la ciudad de Estrasburgo se convirtió al protestantismo y dejó de ser susceptible, según Waller, a este tipo de epidemias al abandonar la adoración de santos. O sencillamente, la gente pasó la etapa de shock postraumático y entendió que nada podía hacer ante la irrupción de un culto maniático, criminal y expansionista empleado por las élites para conseguir su ‘Nuevo Orden Mundial’ (Dominium Mundi), es decir, el sometimiento de los pueblos a una sola autoridad. ¿Cuándo llegará el momento en que la gente normal (gentiles) se libere de los mesianismos y sus ‘verdades’ reveladas?

Los europeos normales, la gente de bien (gentiles), debemos decir ‘no, gracias’ a los sionismos, ya sea el judaísmo, el cristianismo o el islam, y regresar a los cultos patrios, llanos y populares, sin verdades reveladas, sin mesías de ultratumba ni libros condenatorios.

  1. No podemos olvidar que entre 1316-1334 el Papa Juan XXII, el hombre más rico del mundo es el primer pontífice en promover la teoría de la brujería y su ‘peligrosidad’. Sanciona una bula que permite presentar cargos de herejía incluso contra personas muertas. En el año 1336 en la ciudad de Angermünde, Alemania, se enjuició a varias personas acusándolas de luciferanismo; una Corte eclesiástica ordenó quemar a 14 de los acusados; otros tantos purgaron sus penas de otras formas (‘Gesta archie-piscoporum Magdeburgensium’, In Monumenta Germaniae historical Scriptores, XIV [Stuttgart, 1883], 434; Lerner, Free Spirit, 27; Russell, Witchcraft, 180; Kurze, ‘Ketzergeschichte’, 55-62; Cohn, Europe’s Inner Demons, 35; Kieckhefer, European Witch Trials). ↩︎
  2. Peter de Rosa Vicarios de Cristo p.184. Según el Malleus Maleficarum, los inquisidores tenían permitido mentir, engañar o prometer sin cumplir para lograr sus propósitos sublimes: por ejemplo, si torturaban a una mujer desnuda penetrándola con la pera vaginal, no era para su propio goce sexual, sino una obligación a cumplir en la lucha contra ‘el Mal’. ↩︎
  3. Los cálculos de la cantidad de individuos quemados por ser ‘brujas’, o ‘paganos’, ‘herejes’ o simplemente no suficientemente ‘buenas cristianas’, varía entre sesenta mil y cinco millones según las distintas fuentes consultadas. Hay que considerar que la mayoría de ejecuciones se realizaban durante los brutales interrogatorios, y éstas nunca llegaban a contarse oficialmente; también cabe añadir las ejecuciones espontáneas, por linchamiento público, que tampoco se añadían a las ‘ejecuciones oficiales’ en los registros. ↩︎

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