Desde la anciana Antigüedad, una diferencia entre Europa y Asia destacaba sobre las demás: mientras que en Europa se conservaba la benéfica estructura ancestral de comunidades gentilicias, en general, y se respetaba el culto debido a los dioses locales, en Asia empezaban a erigirse estructuras estatales modernas como el imperio asirio, el babilónico o el persa, que rebasaban los límites locales e invadían a otros pueblos sojuzgándolos con pesado yugo.
De hecho, se llegó al extremo de que un pueblo, el abrahamita original de Babilonia, estableció para sí el deber de honrar a un dios único, con sus únicos ritos y su único nombre y su único templo, al cual debía someterse toda la única humanidad: nacía la imperialización política y religiosa o ‘Modernidad’ que llegaría a Europa, y cuyo paradigma serían los imperios junto con las teocracias orientales y, en especial, la teocracia judeo-mesiánica o cristianismo, que reune en sí mismo la imperialización política y la imperialización religiosa.
Por otro lado, el contacto entre Europa y Asia, que desde tiempos remotos había resultado tan provechoso para ambos continentes, por entonces iba a pervertirse de modo que sendos se verían tremendamente afectados.
Ya la lucha de las polis griegas contra el imperio persa suscitó, en no pocos griegos, el nefasto anhelo de componer a su vez un imperio griego que arrostrara el envite de las fuerzas extranjeras, pese a que hasta la fecha lo habían resuelto satisfactoriamente, uniéndose cuando realmente era menester. La Guerra del Peloponeso fue la guerra entre la Antigüedad (Esparta) y la Modernidad (Atenas), batallada en las puertas de Asia que se abrirían por el atrocísimo empuje de los modernos.
Así pues, en semejantes circunstancias era sólo cuestión de tiempo que apareciese un caudillo que, al modo oriental, pretendiera diluir pueblos y uniformizar territorios; y ése fue Alejandro III de Macedonia, que tras conquistar Grecia, Egipto y gran parte del Asia estableció el imperio macedónico.
Al mismo tiempo, estos gravísimos acontecimientos (Grecia había caído) suscitaron enorme recelo en la ribera occidental del Mediterráneo, y tanto romanos como cartagineses se vieron forzados a expandirse diluyendo pueblos (para bellum), de manera que uno y otro acabaron por enfrentarse en una guerra de la cual salieron victoriosos los modernos romanos. En definitiva, una sucesión de recelos mutuos, originada en Asia, infectó a Europa con la horrible obsesión del imperialismo, que si bien empezó siendo político, mediante la formación de provicias y estados modernos, a éste le seguiría irremediablemente el imperialismo religioso, mediante la asimilación del muy conveniente monoteísmo cristiano.
Sea como fuere, el caso es que la batalla entre el imperio macedónico y el romano se saldó a favor del último, de manera que entre las tierras conquistadas por este nuevo y hegemónico imperio europeo se hallaba Judea: sede del imperialismo religioso. En efecto, la guerra de los ejércitos romanos contra la teocracia judeo-cristiana suscitó, en no pocos romanos, el deseo de instaurar a su vez un monoteísmo en Roma que diluyera toda religión gentilicia y uniformizara el culto en el territorio romano: ‘a un estado imperial un culto imperial’, proferían los más modernos de todos.
Así pues, en semejantes circunstancias era sólo cuestión de tiempo que llegara al poder un emperador que, al modo teocrático, pretendiera diluir religiones y uniformizar cultos; y ése fue el emperador Constantino. Seducido por la idoneidad del judeo-cristianismo, lo instauró en Europa como religión imperial única: a partir de entonces el poder del imperio estaría tutelado con ferocidad por la flamante Iglesia Católica imperial. Ésta, a su vez, a la par que promovía la conversión sistemática o, en su defecto, la aniquilación física de todos los paganos gentiles, se instalaba en monstruosos feudos ‘medievales’ (futuras ciudades) a fin de emanciparse de la estructura política romana e incluso sustituirla en caso de ello serles posible.
Así fue como, tras la caída del imperio romano y durante la subsiguiente degeneración del imperio bizantino, el cristianismo consiguió retener para sí una situación de poder en Europa, de modo que ahondó en el proceso de imperialización originando el feudalismo, las ciudades modernas y el ‘globalismo’ o ‘imperialización global’.
En efecto, Roma no cayó, fue sustituida por la Iglesia judeocristiana, a partir de la cual se crearon los feudos o ciudades modernas, desde donde se aplicaba sus bulas y decretos, y desde donde se ordenaba el exterminio de cualquier resto del ancestral paganismo gentilicio. Los paganos, el pueblo gentil, mientras, resistía en lo más profundo de los bosques.
A partir de entonces, la antes más o menos libre Europa se hundió en las tinieblas del sometimiento material y espiritual. La asfixiante presión religiosa, política y económica que los monoteístas cristianos ejercían contra los politeístas paganos, unida al temor a ser torturados ellos y sus familias, hizo al fin que muchos paganos, despojados de sus propiedades, perseguidos y sin derechos civiles, se convirtieran al cristianismo y moviéndose hacia los feudos católicos, éstos progresivamente aumentaron su población. Este fue el macabro origen de las ciudades modernas o civitas christiana en las que todavía vivimos.
Este proceso de feudalización católica (civitas christiana) aniquiló cualquier vestigio de religión gentilicia y cualquier tradición, de modo que a partir de entonces cualquier actividad humana quedó maniatada a la carne, a la sangre y a la cruz: Europa estaba siendo crucificada. ¿Qué diantre habría de surgir de un culto al hombre, al cadáver, a las heridas y a los prodigios? Víctima de un culto impuesto por la espada y la hoguera, el humano dejó ya de admirar el cielo y los pagos, donde los venerables dioses habitan, y agachó su mirada al duro cemento, a sus gruesas pezuñas y a su propio cuerpo.
Es cierto: la violenta imposición del monoteísmo en Europa causó un número de ateos espantoso, quienes unidos a los necrólatras cristianos y creyendo huir siempre de la cada vez más miserable realidad, dieron origen a todo tipo de máquinas y artilugios que acabarían por destruir las ya muy fragmentadas comunidades. Por ende, éstas se convirtieron en ‘sociedades’ y sus habitantes en ‘obreros’, de modo que se unieron a la materia y al mercado, hasta desembocar en el frenesí del consumo, la carne y la cruz: la Imperialización Total, también llamada ‘dominium mundi’ o ‘nuevo orden mundial’.
Parte I: https://creatumejortu.com/origenes-de-la-modernidad-en-europa-parte-ii Referencias: https://es.wikipedia.org/wiki/Dominium_mundi
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